lunes, 5 de noviembre de 2012

Los que quedan flotando.




Ser extraño estandarte sostenido por furia sobre la ciudad, ser el frío que cala los huesos y sacude el corazón. Sin caer en la cuestión de razón sujetamos el uno al otro los extremos de la cama.
Casi a punta de risa se nos fue la hora para respirar. Una gota de carne, un diente letal, un olvido para escuchar. Quizás dormir era lo mejor que sabíamos hacer, pero no se nos quitó el hambre de volar, nos bajamos junto al rosal que escribió por noche la ruta del príncipe fugaz.

Merodeando lo que se quiebra nos revolcamos, temerosos por lo que se pierda en un beso y un ayer.

Tanto pájaros como errantes, los ausentes del salón, los que anhelaban descansar.

Enyugados por el mismo enjambre, cansados -ambos- por reflejarse tras el cristal. Adoloridos los cuerpos que se remiendan a punta de caricias en sal.
Tantos idiomas, tantos gestos entre una broma y una proyección.

Dulce la vida del que muerto responde desconcertado desde la caótica realidad, del que limita la pregunta frente al sujeto, del que es tanto borde como centro contenedor.
Un dolor que no juzga para mal ni bien, un tibio susurro para descansar del color.

Darnos a veces tanto como nosotros, quedarnos entre manos alimentando la niña revuelta, destruirnos el mundo para intentarlo habitar, abrazamos el deseo tanto vivos para hallarnos sueltos. Sobra el resto cuando las piernas calientan el misterio, sobran sueños cuando cruzamos el mirar.

Quitarnos en un verso la vida, quedarnos sujetos en un momento que nos permita amar, intencionar la lengua inquieta y dibujar tanto mi existencia junto a tuya, como la libertad y la dignidad.
Una letra vieja que ignoramos para poder avanzar, una búsqueda del uno por el otro para el nosotros, para valorar -cual insecto en la ciudad- el destello de la rebeldía iluminando la noche de felicidad.

Los colores de tus dedos pintan alegres la sonrisa del que no supo crecer, y si se te asoman las venas yo me convierto en tu piel.