miércoles, 2 de junio de 2021

Sean los límites un espacio, y no una frontera.

Sean los verbos conjugados en plural parar confrontarnos con la soledad. 

Sean nuestros monstruos aquellos pantanos que sujetan la posibilidad. 


Los que temíamos se alinea entre constelaciones del corazón, 

se esconde es nuestro pulso, se asoma cuando jugamos a escaparnos.

¿Alguna vez nos alejamos?

¿La distancia existe cuando estamos deseando colisionar?


A la carne la mueve lo subcutáneo. 

Ese rojo destello que se impulsa más allá de lo lógico. 

Algo como un baile, sin tanta coreografía, para evitar lo que nos espera en el fondo del (a)mar. 



Entraba una muralla de nubes desde el horizonte hacia nosotros. Lo vimos venir, y tuvimos que decidir. Los vi correr hacia sus balsas para alejarse remando con desesperación. Otros buscaban entre la vegetación un lugar para resistir lo que estaba por llegar. Lo cierto fue que en esos instantes, ninguno de quienes estábamos allí pensó en el fuego como un recurso, siquiera una como una esperanza, mucho menos una defensa. 

Yo sólo busqué contemplar la potencia y la profundidad de aquel océano que levitaba lentamente hacia la fractura final de lo que llamarán continente. Eso que avanza teñido en densidades de grises y negros, pasando por sombras azules, mostrando en sus indefinidas y fluidas curvas, como metáfora de eso mismo que tenemos dentro y guarda lo más terrible de cada uno de nosotros. 

Un recuerdo que no era mío, y que tampoco tenía imágenes, se movía en mi sangre. Algo en mi interior dialogaba con esa tormenta que se aproximaba. Lo intenté capturar con mis ojos, recorriendo manos y pecho, hasta los pies y también sus dedos. 

Lo que encontré fueron las memorias que dibujé en el cuerpo. 

Lo que empezaba era un ritual.

Lo que acontecerá es algo sin lengua, se inscribe el pasaje de lo que era y lo que soy.