domingo, 11 de enero de 2015

Corazón de puerto.



Sentado por ahí en la playa, intentando prender la saliva cerca de la orilla, recostarme sobre la arena que no brilla cuando el mar se pone a bailar.
Tanta fuerza en los momentos, tanto revoltijo de sensaciones que se hacen amigas y eligen crecer tomando la forma de tus cabellos. Allí se inscriben mis caricias y sudores, en las curvas de su castaño, allí son los verbos que te quise regalar.

Se hace liviano el cuerpo en los segundos terremoteados, en la misma sacudida, en el salto del borde hacia el paso de los años. Hacernos más viejos quizás desde lejos sea una historia que no se contó.

Será que las olas no siempre encuentran fotografías a su llegada, será que las bocas digan para que no las oigan, será que el reflejo no es más que los miedos no enfrentados.

Me siento sobre el serpenteo de la noche, sobre los calores del verano, sobre el sano juicio de recoger los sueños desde el piso. Y respiro.
En cuánto viví te sentí, en esa paz durante el encuentro y la despedida, el empuje que nos separa, pero nos permite la opción de la felicidad.

Encendí el cotidiano, hice de mi respiración la neblina del puerto, me busqué en la nube de mi pupila y me encontré tranquilo, me hallé agradecido. Miré la noche patas pa' arriba y vi que las olas te bañaban la frente, entendí que a la arena la mueve el viento.

Las piedras se rompen para que podamos sentir frente al mar.