sábado, 1 de octubre de 2011

Lo marchito de la flor.


Aunque nunca conociste las notas de mi voz, y sólo pudiste con los ojos decir adiós, casi jugando a no doler, a sujetarse con ambas manos del olvido, a soñar con que se nos han agotado los sueños; siempre llorarás sin palabras.

Las cuerdas que intentan buscarte en los recuerdos más agrietados se rompen de tanta saliva que quedó por cocinar.

Fresco el olor a ausencia en mi nariz, sobre mis estrellas no existe ningún dios, no queda espacio para mentiras junto a la luna.

No creo que tus manos se perdieron en el naufragio eterno, no creo que tu boca se secó de tanto callar, no creo que tu calor se va con cada invierno, no creo que no queden fuerzas para internar la mirada hacia el núcleo del dolor.
Siempre podemos morir aún más.

Inmóvil el cabello de tanto reprimir con químicos la libertad de las ideas que fluían hacia el viento desde tus pies. Y si te sobraba piel era para abrigar, la inocencia y la emoción, para mantener a los niños intactos, para darle, al presente, más color.

Cae nuevamente sobre la almohada, (re)vívela a punta de anhelos, imprégnala de ese pasado que bien supiste sonreír. Trae la calma y déjala junto al gatillo, que si apunto y disparo la libertad tiene que ser directo a la razón.

Tú que vistes de mármol, con la corona de pasto y las pestañas bañadas en flor, que caminas con el horizonte, que te tropezaste con el otoño y, cual hoja, te soltaste del árbol para poder (no)ser.
No ocultes lo desconocido tras la complicidad del silencio, (de)vélate el conocimiento para que te pueda ver.

Cuando cerraste los ojos y corriste la mirada del sol, finalmente permitiste que lloviera en mi habitación, permitiste que florecieran rosas marchitas, que se mojara el papel y que temblara la tinta.
¿Dónde está ahora la golosina de la resurrección?, ¿dónde quedó el gesto de resignación?

Tras los dientes del amor violento, encontraba mi comida. Levántate, con aves que hablen tu idioma, entiendan tu dolor y se pierdan en tu respiración.
Susúrrale a la vida lo que nos queda por vivir y encuéntrate sola una vez más, con la mente perdida siempre entre los autos que pasaron sin saludar.

En el último segundo, tu pulso destruyó mi mano; y yo nunca pude volver a escribir igual.
Nunca volví a ser igual.

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