
Y así, sin darme cuenta, y a mis cortos años de vida, ya no me detenía frente a las grandes librerías de los centros comerciales a admirarme con las nuevas publicaciones de "Dan Brown" o de "J. K. Rowling". Ya no encontraba atractivas, o eróticas, las revistas (pseudo) científicas sobre sexualidad o su descripción sobre los puntos físicos específicos que eran claves para hacer feliz a una pareja.
De un momento a otro, los periódicos no respondían a mis preguntas; por el contrario me imponían a la fuerza sus respuestas sobre temas que nunca me consultaron si eran de mi interés.
De un momento a otro, me vi rodeado de hojas manchadas en tinta, de fotocopias a medio destacar y de libros que nunca volví a leer. Me hallé sofocado por "los grandes de la literatura", por griegos, estadounidenses, ingleses, alemanes, y tal vez, un par de biblias.
Entonces, me pregunté: ¿Dónde encontrar a los pequeños de la literatura?, ¿dónde podía abastecerme de esos autores anónimos que escriben a garabatos y son alérgicos a la formalidad? Esos que puedo encontrarme sentado en una plaza comiendo una sopaipilla, o fumando marihuana en alguna recóndita escalera del puerto.
Y sin hacer mayor esfuerzo en mi búsqueda encontré las respuestas que andaba buscando, pero no las encontré en papel ni en tinta, tampoco bajo el timbre de alguna editorial, mucho menos en alguna columna de crítica literaria en la versión dominguera de "El Mercurio"; mi respuesta estaba escrita a punta de aerosol en las paredes de la ciudad, me eroticé con las letras color rouge de una prostituta sobre el espejo de algún baño en un local de subida ecuador, sentí curiosidad con los mensajes de (des)amor escritos en los asientos de los microbuses que diariamente tomaba para llegar a mi casa o a algún otro destino, sobre las mesas en la universidad, o en la conversación casual del patio de la escuela; la encontré en la sobremesa del almuerzo familiar, en las piedras que el pequeño lanzaba a un carro lanzagases, en las explosiones de pintura sobre el asfalto de Pedro Montt con Uruguay, allí estaban hablándome todos aquellos que no tuvieron la (des)gracia de convertir en película su narración.
A modo de conclusión pensé, y maldije, mentalmente a Dan Brown, J. K. Rowling, Stephenie Meyer, Daniel Goleman y muchos otros, por ser los sicarios de hoy en día, los "hit-man" que sin saber, iban asesinando brutal y despiadadamente la identidad de mi ciudad, de mi país y de mi tierra.