
Los amigos se juntan en un café para hablar de la vida, de los problemas de la vida. Uno está a punto de separarse. El otro acaba de quedar sin trabajo. Largos silencios, apenas se miran. Los pensamientos están en otro lugar. Las palabras no brotan, sin embargo están ahí, apelotonadas en la boca. Pero nada dicen. Los amigos pagan la cuenta, se dan un abrazo y enfilan rumbos distintos, aunque semejantes.
El niño de ojos negros mira con espanto al más grande. No entiende por qué está en el medio de un círuclo de tiza. Otros muchachos gritan nardecidos. Tiene miedo, mucho miedo. Quiere gritar y no puede. La voz se ha escondido, también temerosa. El niño más grande da vueltas en torno suyo. Le empuja, le escupe, le humilla. El sólo mira hacia ninguna parte. Espera el primer golpe. Pero no llega. Siguen los gritos. Un líquido caliente recorre su entrepierna. Ya nada le importa.
La mujer de 80 años despierta intranquila. Hace días que no concilia el sueño. Presiente que algo sucederá. No sabe muy bien qué, pero hay señales. Primero la trasladaron de pieza, a una más pequeña y oscura. No se quejó, no pudo, no es su hogar. Hace mucho tiempo que dejó de tener uno. Todos aparentaron normalidad. Menos la mujer de 80 años. Luego vino un exceso de cariño, los regalos y la cena de despedida. Nada dijo, calló, siempre lo hizo. Cuando la dejaron en el asilo ya era demasiado tarde.
El recluta siempre soñó con una guerra. Una de verdad. De esas que veía con su padre en el cine. Con heridos y muertos. A la milicia entró para demostrar su valentía y amor a la patria. Secretamente quería ser un héroe. A nadie se lo dijo. Sus amigos se burlarían. Cuando lo enviaron al norte supo que era su momento. Les dijeron que era una guerra contra un enemigo interno. No preguntó. Sólo se juró ser el mejor en el campo de batalla. Pero al ver en el paredón de fusilamiento a obreros indefensos, comprendió que eso no era una guerra. Nada dijo. Apuntó al más grandote y apretó el gatillo.
La niña de cabellos rizados se inclinó ante el altar y rezó un padrenuestro y dos avemarías. Es para expiar tus pecados, le había dicho el cura. No entendió. Porque ella era obediente con sus padres. Ayudaba en los quehaceres de la casa y estudiaba mucho. Tenía buenos pensamientos y creía en Dios. Un día le preguntó al cura cuál era su pecado. El joven cura la acarició y la besó. La niña de cabellos rizados no dijo nada. Calló para siempre.
El escritor lleva horas pegado a la pantalla, en blanco. Intenta escribir, pero no puede. El silencio lo abruma. A su lado, un cuerpo con un tiro en la frente. No es nadie, dijo el escritor.
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