
"Quema la vida que me queda, consume todo lo que yo puedo dar y negar, llévate lo que tu impulso te ordene, pero llévame contigo", le pidió una noche cuando se tatuaban las estrellas del firmamento en la espalda del otro con besos de hielo.
Se sentaron a un lado de la carretera y se miraron a los ojos sin decirse nada, en esos momentos estaba de más hablar. Habían pasado varios años ya desde la última vez que se habían visto bajo la luna llena, junto al mar y junto a la soledad que ambos llevaban siempre en su interior.
"De la laguna de la cual bebes, viven todos mis sueños", dijo casi susurrando una noche de eclipse lunar.
Ella vestida de caramelo y él de ámbar, ambos muy bien combinados con el paisaje, sintiendo la brisa que movía a los árboles y que hacía cantar a los grillos que caminaban moribundos por un paraje ermitaño y acogedor.
Gaviotas volaban entre las montañas buscando algún océano de agua biliar para descansar sus alas, de las cuales veían escapando durante años. Demasiado lejos estaban de todo, solos ellos dos esperando que alguna marmota los rescata de la soledad que tanto habían ansiado.
Es hermoso ver los sueños hechos realidad, pensaban mientras no dejaban de mirarse, pero el miedo que produce perder, o ver caer, aquella perfección plasmada en el mundo natural era algo que pocos podían soportar, de todas formas nunca supe si ellos formaban parte de esos pocos. Porque ella valía más que cualquier otra mentira vaga que él podía inventarse para poder sobrevivir, era momento de aprehenderse a la verdad y arder con ella, porque las verdades queman y duelen, o eso le había enseñado la vida, especialmente esas que se hacen llamar "verdades bonitas".
Sus ojos se estaban poniendo borrosos a medida que pasan los segundos, su imagen se difuminaba entre jugo de frutilla y plasma agridulce. Y, aunque el dolor había desaparecido hacía unos minutos atrás, seguía sintiendo una presión en su pecho, un nudo en medio del inconsciente, algo que no le dejaba avanzar hacia ella, que estaba tirada sobre el asfalto con la mirada fija en las estrellas, que no pestañeaba de tanto asombro, de tanta admiración.
Se arrastró lentamente hacia ella, con el cuerpo adormecido por el amor, y la abrazó mientras se echaba a llorar sobre su cuello. "Nunca había sido tan feliz, nunca había estado tan solo cuando te tuve a mi lado, gracias por éste momento.", balbuceó mientras cerraba sus ojos para descansar un momento.
Sinfonías sonaban en su cabeza, maravillosas y armónicas, tal vez sublimes, capaces de transmitir un escalofrío y encender un cigarrillo. Los muertos, muertos estaban, bajo tierra y carcomidos por lombrices que surgían de las lágrimas de los que quedaban vivos, y que no podían sobrellevar la pérdida de otro astro más. Mientras que los vivos transitaban desorientados de norte a sur, de este a oeste, cruzando hacia tierras que les diesen seguridad, buscando de manera desesperada algún refugio que los pudiese tranquilizar.
Y le besó mientras lloraba y sonreía. Temblaba, pero no de frío, aquella noche estaba profundamente feliz. Sumergido dentro de esa oscuridad, él bebió ámbar acaramelado, y ella caramelo de ámbar. Aquella noche, luego de amarse por un par de horas sobre el asfalto, ambos se quedaron mirando las estrellas y las gaviotas pasar. Y podían pasar siglos enteros, pero ellos estaban allí, tirados sobre aquella línea segmentada sin pestañear, mirándose y tomados de la mano.
"Dame una vez más, tus besos acaramelados...", le susurró al oído y se durmió.