
"La música sonaba fuerte en sus oídos, él iba feliz por la calle, en su mundo, en su música, en su paraíso.
Cerraba los ojos y sentía la lluvia en su cara.
Cada nota le golpeaba el alma, removía sus neuronas con fuerzas y le hacía perder el control de su cuerpo.
Él la amaba, no podía vivir sin ella.
Sin ella, dejaba de ser él.
Con ella, sólo existía la perfección.
Pero, él había regalado todos sus sueños, sólo vivía de oxígeno e ilusiones.
Era impresionante su debilidad.
Cada minuto que era asesinado por un minutero a sueldo, le mostraba de manera poco sutil, que él iba cayendo cada vez más y que ya no quedaba nadie que lo atrapara al final.
Lo habían amarrado de pies y manos, le estaban reventando la espina dorsal.
Se cubría con una máscara en llamas para quemar a toda la sociedad.
Pensaba que él era la causa del calentamiento global.
Debía cruzar la calle, debía llegar pronto a casa y tirarse sobre cama para dejarse llevar.
Mover la cabeza de lado a lado y regalar la autoridad sobre su cuerpo, era una marioneta dominada por un alma que le susurraba con dos lenguas de plástico directamente a los oídos, las maniobras que su cuerpo debía ejecutar, le encantaba esa sensación que se percibe cuando te dejas llevar desde el alma hasta los pies.
Sin sacar las manos de su bolsillo, cruzó lleno de ansiedad.
Las voces resonaban fuerte en su memoria, se grababan con ácido en la suave piel de su conciencia.
Estaba completamente entregado, no tenía posibilidad alguna ante tal obra maestra.
Un par de luces, un segundo detenido ante tal asombro y un monstruo más grande de lo que alguna vez pudo imaginar, le reventó la ilusión.
Siempre deseó tener el poder de detener los objetos en movimientos, pero esos eran sólo sueños, y con su vida pagó por intentar comprobar si sus fantasías se hacen realidad.
Un golpe acertado a todo su cuerpo y su corazón no se movió más.
Quedó allí tirado en el asfalto, mezclando el aceite con su sangre.
Derramó todos sus sueños en plena calle, ningún auto se detuvo todos pasaron y trituraron lo que le quedaba de humanidad.
De todas maneras, él disfrutada cada momento en el cual una rueda aplastaba más, su cráneo destrozado, contra la realidad.
Y la orquesta seguía sonando de fondo.
Y nadie lloró en su recuerdo, tampoco le hicieron un funeral.
Después de un par de días se había convertido en parte de la calle, en parte de la ciudad.
Su silueta se la había tragado el suelo y sus sueños rodaron hasta la cuneta, en donde de llenaron de polvo y suciedad.
Nunca nadie recordó su nombre y no dejó ninguna huella en algún alma a la que alguna vez le habló.
Simplemente desapareció, se lo tragó una bestia a 100 kilómetros por hora.
Trató de hacer sus sueños realidad y pagó el precio.
Pagó con su vida.
!Qué barato es tener un momento de felicidad!"
Crónica de mi muerte anhelada.
Pablo Calbiague Muñoz.
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